La crisis europea se ha convertido en el primer plato del menú informativo. Europa se ha visto acorralada por una serie de problemas mal gestionados que vienen de atrás y que se van contagiando de unos ámbitos a otros. El principal, claro está, es el económico.
La Unión Europea ya surgió con esa vocación, emplear la economía como cinta de unión de intereses entre países, de manera que ésta rigiese las relaciones entre ellos y sirviese de elemento para acabar con los conflictos. Pero el mercado es traicionero, y más si se olvidan otros sectores. Desde entonces a esta parte, Europa ha ido creciendo y olvidando aquello a lo que había dado prioridad y que, ahora, empieza a desbancarla. La economía, como bien sabemos, tiene ciclos, tres en concreto, y nos encontramos en un estancamiento que huele a recesión.
La Europa como comunidad se construyó y se ha ido edificando en base a crear una economía global, dejando un tanto de lado la política global. Al contrario, nos encontramos con una política que se hace desde un punto de vista local y con unos mercados que son, esencialmente, regionales. Las crisis en los distintos ámbitos van mordiéndose la cola unas a otras: la economía se cae, las medidas de austeridad levantan el malestar de la ciudadanía y afloran las revueltas, como se ha podido ver en diferentes casos, los más recientes son Italia y Grecia. Es entonces cuando la confianza y legitimidad otorgada a los políticos, siempre desde un prisma local, comienza a naufragar. No hay dinero, no hay trabajo, la culpa es de aquél que “manda”.
Sin embargo, resulta que aquél que “manda” en cada Estado no es el que ha impuesto esas medidas restrictivas, ni el responsable de los recortes que, lo único que pretenden, es hacer reflotar. Hay que recordar que, aunque vivamos cada uno en nuestra casa, tenemos un interés económico común que acordamos años atrás. El problema de esto es que las alianzas están muy bien cuando se trata de épocas de bonanza, pero si el vecino se viene abajo que se las apañe él mismo. Este es el caso de la ciudadanía en los países acreedores de la Unión Europea (Alemania, Austria, Eslovaquia, Finlandia y Países Bajos), que no apoyan que sus gobiernos creen planes para salvar a los países que padecen la crisis, a estas alturas, en todas sus vertientes. Y al mismo tiempo, están los ciudadanos de estos países, que pierden sus trabajos y ponen mala cara ante la ejecución por parte de sus administraciones de las normas que vienen de fuera. Parafraseando la letra de Joan Manuel Serrat, “corren buenos tiempos para esos caballeros, locos por salvarnos la vida a costa de cortarnos el cuello”.
En esta tesitura, los Gobiernos no saben cómo actuar: hacer caso al pueblo y, por ende, respetar la democracia que les ha otorgado a los ciudadanos poder de decisión; o, salvar su economía aplicando las medidas exteriores y salvar, así, la democracia europea. Lo que está claro es que no se puede hablar de unión por el simple hecho de tener y construir intereses económicos afines. En Europa, la integración económica ha ido delante de la política. Y ahora, tenemos que acudir a la cooperación y a los planes de estabilización para suavizar la caída.
La Eurozona cuenta con 17 gobiernos, pero ninguno de ellos es el Gobierno de Europa, y ninguno está dispuesto a asumir la responsabilidad, menos aún cuando se trata de lidiar con un conjunto de estados que, más que de bienestar, se definen por el malestar.
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